viernes, 16 de noviembre de 2018

CAPITULO 22 (TERCERA HISTORIA)




—Bendita sea tu madre, Augusto —dijo Paula cuando se marcharon.


—Es un encanto —dijo él.


Guadalupe se acercó a él.


—Bueno, ¿y cómo se llamaba tu amigo especial?


—No importa.


—Sí, Augusto —dijo Sebastian—. Estás lleno de sorpresas. ¿Y tu madre no se ha confundido? ¿No sería una amiga especial?


Augusto metió los pulgares en el cinturón.


—¿Sabes qué? No tengo ni idea de qué está hablando mi madre. Tendréis que perdonarla. Empieza a estar senil.


—No digas eso —dijo Sebastian.


—A mí me parece encantador que tuvieras un amigo imaginario vestido de naranja y rosa, Augusto —dijo Maria—. ¿Quién quiere algo de beber? Paula, aquí tienes tu vino, y otra copa para Guadalupe. He traído cerveza para los chicos y...


—Gracias —dijo Pedro—, pero yo no tomo cerveza.


—Ah, ya —dijo Augusto—. Un irlandés que no empina el codo en el bar, ¿desde cuándo?


—Desde el día en que me enteré de lo de Olivia.


Sebastian levantó su jarra de cerveza y retó a su amigo con la mirada.


—¿Y eso por...?


—No me tomes a mal. Ahora que Olivia está aquí me alegro de que haya nacido y todo eso. Pero no debería haber sucedido. Si no hubiera bebido, no habría pasado.


—Creo que sí —dijo Augusto—. Porque una vez que me pongo a algo... No me habríais convencido de no hacerlo, aunque hubiéseis estado serenos.


—Estás haciendo una suposición importante, Augusto —dijo Sebastian—. No olvides dónde dejó Jesica a Sebastian la primera vez.


—¡Eres el que más cerca estaba! —dijo Augusto—. ¡No significa nada!


Maria suspiró.


—Será mejor que escondamos los cuchillos, Guadalupe. Ya empiezan otra vez.


—Justo lo que imaginamos que sucedería cuando llegara Pedro —dijo Guadalupe—. Las discusiones se triplican.


—No hay nada que discutir —insistió Augusto—. Oli es mi hija.


—Es mía —dijo Sebastian—. Tiene la nariz de los Daniel.


—¡Ha sacado los ojos de mi padre! —dijo Pedro.


Paula dejó la copa sobre la mesa.


—Puesto que acabo de llegar, será mejor que alguien me ponga al día o voy a seguir hecha un lío.


Todo el mundo, menos Pedro, parecía dispuesto a darle una explicación. Finalmente, Maria llamó al orden y se sentó junto a Paula en el sofá.


—Yo se lo contaré. Es un poco confuso. En abril hará dos años desde que estos tres chicos y otro amigo, Nicolas Grady, sufrieron una avalancha de nieve en Aspen. Jesica Franklin estaba trabajando en los apartamentos de la estación y había ido a esquiar con ellos ese día, porque sabía que eran unos ineptos.


—¡Eh! —dijo Sebastian—. No éramos tan malos.


—No tenían ni idea. Gracias a Jesica sobrevivieron. Nicolas estaba completamente sepultado por la nieve, pero Jesica supo lo que hacer. Averiguó dónde estaba y dirigió la operación de rescate.


—¡Guau! —dijo Paula.


—Al año siguiente, los chicos y Jesica quedaron para celebrar el aniversario de la avalancha. En el último momento, Nicolas no pudo ir, así que sólo estuvieron los tres chicos y Jesica.


—¿Alguien sabe algo de Nicolas desde que se fue a ese sitio de Oriente Medio? ¿Cómo se llamaba?


—Ni lo recuerdo —dijo Sebastian—. Creo que ha cambiado de nombre un par de veces desde que derrocaron al dictador. Pero no sabemos nada de él. A Maria le pareció verlo el otro día en las noticias cuando sacaron unas imágenes de unos estadounidenses que trabajaban con niños refugiados.


—Sé que está haciendo un buen trabajo por allí —dijo Pedro—, pero me gustaría que volviera.


—Y a mí —dijo Augusto—. Se llevó uno de mis mejores chalecos. Si llego a saber que se iba tanto tiempo, le habría dicho que se comprara uno.


—Me parece que no es el chaleco lo que te preocupa —dijo Guadalupe.


—Hombre, preferiría recuperarlo sin agujeros de bala —dijo Augusto.


—Ojalá volviera para ayudarnos con el papeleo necesario para mezclar el ganado de Maria y el mío —dijo Sebastian—. Y también hemos pensado en vender algunos acres de ella. No me fiaría de nadie, excepto de Nicolas.


—Será mejor que esperéis a que regrese.


—Sí, será mejor que esperes —dijo Augusto.


—Espero no tener que esperar hasta entonces para oír el final de la historia —dijo Paula.


—El resto es fácil —dijo Maria—. Los chicos se emborracharon, pero Jesica no. Ella los llevó en coche hasta el apartamento y los metió en la cama. Nueve meses más tarde nació Olivia, y dos meses después, Jesica la dejó en el porche de la casa de Sebastian con una nota. Le pedía que fuera el padrino de la niña porque ella estaba en una situación desesperada y no podía cuidar de ella. Él, por supuesto, cree que se acostó con ella estando borracho. La cosa es que Jesica también les envió una nota a Augusto y a Pedro, y todos creen la misma cosa.


Pedro no podía continuar callado.


—Las notas de Augusto y Sebastian sólo son una cortina de humo. Yo soy el padre.


—¿Y eso quién lo dice? —dijo Augusto.


—Eso, ¿cómo lo sabes? —preguntó Sebastian.


—Porque soy el más fuerte, el único de quien no podría haberse librado aunque estuviera borracho.


—¿Ah, sí? —Augusto dejó la jarra de cerveza en la mesa—. A lo mejor no quería librarse de mí. A lo mejor...


—A lo mejor deberíamos ir a cenar —dijo Maria—. La vida siempre parece más sencilla con el estómago lleno.


Paula se puso en pie y miró a los tres vaqueros.


—¿Así que estáis discutiendo por saber quién es el padre de Olivia?


—Eso es —dijo Maria.


—La mayoría de los hombres escaparían por la puerta trasera en una situación así — dijo Paula.


Guadalupe la miró.


—Si te quedas por aquí un tiempo te darás cuenta de que éstos no son como la mayoría.


—Supongo que no —dijo Paula, y miró a Pedro a los ojos—. Supongo que no.


Él la miró. Esperaba que estuviera disgustada por haber forzado a una mujer a mantener relaciones. Sin embargo, lo miraba con admiración. Quizá no creía que él era el padre.


—Soy el padre de Olivia —le dijo mirándola a los ojos para que supiera que era verdad.


—No lo eres —masculló Sebastian.


—¡A cenar! —dijo Maria, y se encaminó hacia el comedor.



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