lunes, 12 de noviembre de 2018

CAPITULO 7 (TERCERA HISTORIA)




Pedro odiaba tener que admitir que empezó a echar de menos a Julian y a Paula en cuanto salieron del café. Pero no había forma de que Paula se quedara a cenar allí. Algo le sucedía y Pedro temía que nunca lo descubriría.


Cuando descubrió que había dejado dinero para pagar su comida, estuvo a punto de ir a su habitación para devolvérselo. Después reconoció que sólo estaba buscando una excusa para verla de nuevo. Pero era una tontería, él era el tipo de chico que necesitaba tiempo para meterse en una relación, y después de aquella noche, Paula y él no volverían a verse.


Pero no podía permitir que Paula le pagara la cena. No le parecía correcto, así que le pidió al señor Sloan que guardara el dinero para Lucia, a quien le vendría bien cuando naciera el bebé que llevaba dentro.


Hacia las once, el café ya se había vaciado y Pedro tenía reservados para elegir. A esas alturas de la noche ya había entablado amistad con Norma Sloan y Eugenio, su esposo. Era un matrimonio agradable y le habían proporcionado una manta y una almohada para que pasara la noche lo más cómodo posible.


Sobre las once y media, Norma le dijo a Eugenio que se acostara un rato en la trastienda mientras ella se encargaba de mantener el café a punto. 


Pedro lo sorprendió que continuaran haciendo café, puesto que no había ningún cliente más. Pedro se recostó en un reservado y se cubrió los ojos con el sombrero.


Cuando Eugenio salió a relevar a Norma a la una de la madrugada, Pedro se puso en pie y tras desperezarse, se acercó al mostrador.


—¿Quieres algo, Pedro? —le preguntó Eugenio.


—No, gracias. Pero ¿por qué no te vuelves a la cama y dejas que yo me ocupe de todo si viene alguien? De todos modos, dudo que vaya a venir alguien.


—Es una buena oferta, pero mi conciencia no me lo permitiría —Eugene bostezó y se sirvió una taza de café—. Eres un cliente, no un ayudante contratado.


—¿Y quién se encarga del café cuando abrís toda la noche? No me diréis que Lucia trabaja todas las noches.


—No. Tenemos a otra chica, Edna. Es mayor que Lucia y dice que le gusta trabajar por la noche. Le gusta la paz y la tranquilidad. Pero con éste tiempo no quería que saliera a la carretera y le he dicho que se quedara en casa. Norma y yo solemos encargarnos del local cuando el tiempo se pone así. Preferimos quedarnos en pie toda la noche que tener que preocuparnos porque nuestras empleadas se salgan de la carretera de camino al trabajo —agarró un bollo y le dio un mordisco—. ¿Quieres uno?


—No, gracias —Pedro se acercó a la ventana y vio que seguía nevando—-. ¿Y por qué no cerráis hasta mañana? —miró a Eugenio—. Nadie, excepto un loco, estará en la carretera a estas horas de la noche.


Eugenio sonrió.


—No podemos. Para mí, permanecer abiertos es cuestión de orgullo. Mi padre era el dueño de éste local, y cuando me pasó el negocio, me hizo prometer que mantendría el café abierto las veinticuatro horas del día. Decía que nunca sabremos cuántas vidas habremos salvado al proporcionar a la gente un lugar donde descansar, tomar un café y algo de comer, pero que él calculaba que unas cuantas.


—Estoy seguro de ello —Pedro se frotó la barbilla. Tenía que afeitarse—. Yo he parado aquí varias veces cuando me estaba quedando dormido. Es posible que me hayáis salvado.


—Y puede que todavía haya alguien en la carretera luchando contra la tormenta y que el cartel luminoso del café les parezca una salvación.


—Como un faro —dijo Pedro. Comprendía bien el deseo de Eugenio de salvar gente. A él le pasaba lo mismo habitualmente. Por eso había terminado durmiendo en un reservado aquella noche.


—Exacto —dijo Eugenio—. Un faro. ¿Estás seguro de que no quieres un café y un bollo?


Pedro suspiró.


—Sí, ¿por qué no? De todos modos no consigo dormir mucho.


Los dos hombres hablaron durante largo rato y antes de que Pedro pudiera excusarse para tratar de dormir un poco, se abrió la puerta del café.


Pedro se giró en el taburete para ver si alguno de los clientes del hostal había decidido bajar a tomar algo caliente. Por un instante, confió en que fuera Paula. Sin embargo, era un hombre al que no había visto entre los clientes que estaban allí por la tarde.


No era muy alto, pero sí fornido.


—¡Maldita sea! —el hombre se quitó la gorra mientras se limpiaba los pies en la alfombrilla que había en la puerta del café—. ¡Hace una noche de perros!


Por algún motivo, a Pedro no le gustó el aspecto de aquel hombre. Tenía algo de rudo en su voz, en sus movimientos, e incluso en su corte de pelo estilo militar.


—Estoy seguro de que le sentará bien una taza de café —dijo Eugenio—. Y también hay un poco de pastel si...


—Café solo —dijo el hombre.


Pedro se alivió al ver que el hombre pedía algo. 


Durante un instante había imaginado que aquel hombre iba a sacar una pistola y a ordenarle a Eugenio que vaciara la caja. Lo más seguro era que no pasara nada, pero Pedro se alegraba de estar allí con Eugenio, por si acaso.


—¿Adonde se dirige? —le preguntó Pedro.


—Parece que a ningún sitio. Maldita tormenta.


—Sí, ha conseguido que no se mueva nadie —dijo Pedro.


Eugenio le sirvió al hombre una taza de café.


—¿Seguro que no quiere nada de comer? ¿Un sandwich?


—Nada —el hombre bebió un trago de café.


Eugenio le mostró la cafetera a Pedro y éste asintió. No quería más café, pero necesitaba una excusa para quedarse en la barra y ver qué quería aquel hombre.


—¿Cuánto falta para que esos malditos polis nos dejen pasar?


—¿Quién sabe? —contestó Pedro—. Con mi camioneta podría pasar ahora mismo, sin problema, pero ya sabe cómo son esos polis. Nos tratan como si fuéramos un puñado de viejas.


Eugenio arqueó las cejas y Pedro le guiñó un ojo cuando el otro hombre no lo miraba. Eugenio sonrió y dejó la cafetera en el fogón.


—Es cierto —murmuró el hombre—. Y después no he conseguido que saliera nadie en la recepción del hotel. He llamado tan fuerte que he estado a punto de tirar la puerta abajo. Esa gente debe de dormir como un tronco.


Pedro se preguntaba para qué había que tirar la puerta de un hostal que tenía la señal de completo. Su sensación de desagrado aumentaba por momentos.


Eugenio se volvió hacia el hombre.


—Lo siento, pero no tenemos habitaciones libres.


—Ah, así que ¿usted está a cargo de esto?


—Mi mujer y yo llevamos el hostal y el café. Lo único que puedo ofrecerle es algo de comer y de beber, y un reservado para que duerma un rato.


—No quiero nada de eso —el hombre se echó hacia delante—. Quiero saber si antes de que cortaran la carretera se ha hospedado una mujer con un niño. Ella es rubia y él es así de alto —hizo un gesto con la mano.


De pronto, Pedro encajó todas las piezas. 


Paula, discutiendo con el policía. Paula desesperada por conseguir habitación. Una habitación para esconderse. Y Julian contándole con voz inocente que su padre tenía una pistola.
Pedro miró a Eugenio y le pareció que el hombre se había puesto tenso. Quizá también había imaginado lo que sucedía. Podía haber notado que Julian no llamaba a Paula «mamá». 


Secuestrar a un niño era algo muy serio, pero si eso era lo que Paula había hecho, aquel hombre habría pedido ayuda a la policía para que lo ayudaran a encontrarlos.


Conteniendo la respiración, Pedro esperó a que Eugenio contestara.


Eugenio se colocó las gafas y, tras una pausa, dijo:
—Creo que no he visto a nadie con esas características.


Pedro deseó entrar en la barra y besar a Eugenio en las mejillas.


—Sé de qué mujer está usted hablando —dijo Norma cuando salió de la trastienda.


Pedro sintió un nudo en el estómago. «Si Norma se hubiese quedado durmiendo...»


—Vino hacia el mediodía —añadió Norma.


Ahora había dos personas a las que Pedro deseaba abrazar. Norma no sólo estaba encubriendo a Paula, sino que además trataba de despistar al hombre.


—¿Sí? —preguntó el hombre—. ¿Y qué aspecto tenía?


—Era rubia, guapa. El niño también era rubio. Pararon a comprar algo de comida para llevar porque querían pasar el puerto antes de que empezara a nevar.


El hombre dio un puñetazo sobre el mostrador.


—¡Maldita sea! —exclamó—. Al menos acerté con la carretera que habían tomado.


Norma lo miró y dijo:
—Deben de ser muy importante para usted.


—Sí, ella es muy importante para mí —contestó él—. Se ha llevado a mi hijo.


—¡Dios mío! —Norma parecía preocupada—. ¿Lo ha comunicado a las autoridades?


—¡Qué diablos! Las autoridades no encontrarían ni su propio trasero con sus propias manos.


Pedro sabía que Paula no era una delincuente, y que lo único que estaba haciendo era huir por culpa del miedo. Fingiendo un bostezo, se puso en pie y dijo:
—Amigos, ahora que ya he comido algo me voy a dormir a mi habitación.


Eugenio disimuló rápidamente.


—Será lo mejor. No abrirán la carretera hasta el amanecer, o quizá más tarde.


El hombre miró a Pedro.


—¿Ha desperdiciado una cama todo éste tiempo? Si no la quiere, yo me la quedo.


—Lo siento —Pedro se puso el sombrero y agarró la chaqueta—. Yo llegué primero — señaló hacia el reservado donde había dejado la manta y la almohada—. Pero los Sloan han sacado una manta y una almohada por si alguien entraba durante la noche. Estoy seguro de que le vendrá bien.


El hombre miró el reservado y dijo:
—Ya veremos si estoy tan desesperado.


Pedro se despidió de Eugenio y de Norma con la mano y salió del café. El viento soplaba con fuerza y la nieve se le metió en la chaqueta. Se preguntaba qué diablos iba a hacer después de avisar a Paula de que había un hombre preguntando por ella, y si tendría suficiente gasolina como para tener la calefacción de la camioneta encendida toda la noche.



No hay comentarios:

Publicar un comentario