lunes, 12 de noviembre de 2018

CAPITULO 8 (TERCERA HISTORIA)




Paula estaba tumbada en la cama doble escuchando con envidia cómo respiraba Julian mientras dormía. Lo único que el pequeño necesitaba era una habitación oscura, una cama cómoda y su mantita azul agarrada contra su mejilla.


A ella le habría encantado poder regresar al mundo de la niñez aunque fuera por un rato y sentirse segura otra vez. Lo bastante segura para poder dormir. Su necesidad de ir a Yellowstone debía de provenir de esa misma añoranza. Recordaba haberse quedado en una cabaña con sus padres y Patricia y cómo todas las camas estaban en la misma habitación. 


Nunca habían estado en un sitio tan acogedor.


La habitación de aquel hotel no tenía nada de acogedora. El viento se colaba por el cerco de la puerta y una contraventana rota hacía mucho ruido. Después de comprobar que había cerrado con llave unas veinte veces, Paula había conseguido quedarse dormida, pero sólo hasta que el ruido de alguien llamando a una puerta cercana la despertó.


Para cuando se acercó a la ventana y corrió la cortina, ya no había nadie en el aparcamiento del hostal.


Se preguntaba quién podría llamar a la puerta del hostal a esas horas de la noche. Había sido idiota al tomar la autopista que iba a Yellowstone. Poco después de que Patricia se casara con Mario, y al poco de nacer Julian, Paula había ido a cenar con ellos a su casa y había estado recordando con su hermana lo bien que lo habían pasado en el viaje a Yellowstone con toda la familia. Hablaron de las paradas que habían hecho por el camino y de lo mucho que aquellas vacaciones familiares había significado para ellas.


Si Mario lo recordaba, sabría exactamente qué carretera debía tomar para encontrarla. Paula sabía que debía olvidarse de ir a Yellowstone y dirigirse a otro lado. Pero Julian estaba tan emocionado con la idea de ir allí.


De pronto, un ruido diferente invadió su pensamiento. Escuchó con atención y lo oyó de nuevo. Alguien estaba llamando a su puerta.


Sintió un nudo en el estómago y se le aceleró el corazón. Bajó de la cama y oyó que llamaban de nuevo, no muy fuerte, como si no quisieran despertar a nadie más.


Retiró la cortina una pizca y miró hacia fuera. 


Enseguida, reconoció la silueta de Pedro


¿Habría ido a decirle que ya habían despejado la carretera?


El miedo la hizo dudar un instante antes de abrir la puerta. Después de todo, aquel hombre se había portado muy bien con ella, y debía fiarse de su instinto si pretendía sobrevivir. Su instinto le decía que aquel hombre no le haría ningún daño. Se acercó a la puerta y la abrió.


—Tengo que hablar contigo —dijo Pedro—. Puedo...


—Pasa, por el amor de Dios —susurró ella, y dio un paso atrás—. Hace mucho frío.


—¿Paula? —Julian masculló en sueños. Ella se acercó a la cama y le dijo:
—Duérmete, cariño. Es Pedro.


—Vale —y sin decir nada más, el pequeño continuó durmiendo.


Paula estaba asombrada. Pedro y Julian no habían pasado más de veinte minutos juntos y Pedro ya se había ganado la confianza del pequeño. Se volvió, y a pesar de que la habitación estaba a oscuras, pudo ver que el vaquero estaba en el mismo sitio que lo había dejado.


Se estremeció. Estar a solas en la oscuridad con aquel hombre era lo más excitante que le había pasado en los últimos tiempos. Durante un instante fantaseó con la idea de que había ido allí porque deseaba verla de nuevo.


—¿Te importa que hablemos en la oscuridad? —murmuró mientras se acercaba a él—. No quiero despertar a Julian.


—Está bien.


Cuánto más cerca estaba de él, mejor podía sentir el frío impregnado en sus ropas. Se estremeció. Pero no sentía miedo. Quizá se le había contagiado algo de la confianza que Julian tenía en Pedro, porque por primera vez desde que se había marchado de San Antonio, se sentía un poco menos sola.


—¿Qué ocurre? —preguntó en voz baja—. La carretera ya está...


—No, no es la carretera—dijo él—. Mira, no quiero meterme en tus asuntos, pero hay un hombre en el café que os está buscando.


Paula dio un paso atrás. «No puede ser», pensó. Había tratado de convencerse de que el mal tiempo la había protegido. Sintió un nudo en el estómago. Quizá Pedro estuviera equivocado.


—¿Qué aspecto tiene?


—Es bajito y fuerte, como si entrenara. Y lleva el pelo al estilo militar.


Paula sintió náuseas y se dio la vuelta para respirar hondo varias veces.


—¿Lo conoces? —preguntó Pedro.


—Lo conozco.


—¿Es una amenaza para ti?


Ella lo miró a los ojos y decidió decirle la verdad.


—Supongo que sí. Tengo a su hijo.


—Lo imaginaba. Julian me dijo que su padre tenía una pistola.


Paula miró al pequeño para comprobar que seguía dormido. Bajó el tono de voz y dijo:
—Mario Fowler es una persona horrible. Pegaba a mi hermana y...


Él respiró hondo.


—¿La mató? Julian dijo que...


—No —susurró ella—. Patricia se divorció de él hace dos años. Ella... murió en un accidente de barco... con mis padres... Hace cuatro meses —Paula se estremeció al tratar de contener las lágrimas. Había conseguido controlarse hasta entonces, pero la presencia de aquel vaquero era tan agradable que se sentía tentada a ceder ante el llanto.


—Lo siento —dijo él con ternura.


—Y yo —tragó saliva—. Patricia no dejó testamento, así que por desgracia, Mario tiene más derecho a reclamar a Julian que yo. Ha comenzado los papeleos para obtener su custodia. Y me temo que considera que el proceso no va lo suficientemente rápido. Hace un par de días tuve la sensación de que planeaba llevarse a Julian para un par de días y... quedárselo.


—Así que quiere al niño.


—No —se acercó más a él, tratando de convencerse de que lo hacía para que la oyera mejor pero en realidad deseaba que la abrazara. Era una estupidez, y con suerte para ambos, él no comprendería su lenguaje corporal—. Después del divorcio, Mario nunca estuvo interesado en el régimen de visitas. Durante dos años, apenas vio a Julian. Ahora está fingiendo que es el padre perfecto. Yo estoy convencida de que sólo va detrás del dinero. Mis padres sí dejaron testamento, y quien se quede con Julian, también se quedará con una generosa cifra para su manutención.


A pesar de que Paula no podía verle la cara, notó que Pedro se ponía tenso al oír sus palabras. Su manera de reaccionar le dio fuerzas para hacerle la pregunta que deseaba hacer.


—¿Imagina que estoy por aquí?


—No creo. Eugenio dijo que no te había visto nunca y Norma dijo que te había visto pero que te habías marchado al mediodía y probablemente estuvieras muy lejos.


—¿Quién son Eugenio y Norma?


—Lo siento. Los Sloan, los dueños del local.


—¿Mintieron por mí? ¿Por qué iban a hacer tal cosa?


—Proteger la intimidad de un cliente puede ser un motivo, pero creo que también lo hicieron porque Mario les gustó tan poco como a mí. Supongo que se habrán preguntado por qué ha venido a buscarte en lugar de notificárselo a la policía. Yo también me lo pregunté.


—Porque ése es su estilo. Prefiere intimidarme que confiar en que la ley se ponga de su parte. No dudo de que si decide que yo soy la que le impide conseguir el dinero, quiera eliminarme del todo. En cierto modo, probablemente le haya seguido el juego huyendo de esta manera.


—¿Cuál era tu plan?


—Al principio sólo podía pensar en sacar a Julian de la ciudad, y le dije que iríamos a Yellowstone. Una vez en la carretera me di cuenta de que no podríamos quedarnos allí, así que decidí continuar hacia el norte, a Canadá, y contratar a un abogado para que me ayudara. Pero ahora, si Mario está por aquí...


Empezó a temblar y se rodeó el cuerpo con los brazos.


—No lo sé. Quizá él deseaba que yo hiciera esto, quizá me acosaba para que me fuera. De hecho, me intimida. Pero no puedo permitir que se lleve a Julian. No puedo.


Pedro permaneció en silencio durante largo rato.


 Después respiró hondo y dijo:
—Supongo que será mejor que aceptes mi ayuda.


—¿Cómo?


—Deja aquí el coche alquilado y ven conmigo al Rocking D.


—¿A tu rancho?


—No es mío. Pertenece a Sebastian Daniels, un viejo amigo, y a su nueva esposa Maria. Está cerca de Canon City, en un valle precioso. Estarás a salvo mientras decides qué quieres hacer después.


—Oh, Pedro, es una oferta maravillosa, pero no puedo molestar a tus amigos con mis problemas, y menos si están recién casados.


—No conoces a Sebastian. Si se entera de que he dejado a una mujer indefensa y a un niño en...


—No estoy indefensa —se negaba a convertirse en víctima.


—¿No?


—Tomé clases de autodefensa. Puedo cuidar de mí misma.


—Eso está bien —dijo con paciencia—. Muy bien. Pero es un poco difícil ocuparse de uno mismo cuando también hay que preocuparse de un niño.


—Tienes razón —admitió ella.


—En cualquier caso, si Sebastian se enterara de que te he dejado sola para librarte de un maltratador, teniendo que ocuparte de un niño y todo eso, me mataría. Sebastian querría que te llevara al Rocking D en cuanto se enterara de la situación.


—Parece que tu amigo y tú sois dos hombres especiales.


—Para nada —dijo avergonzado—. Somos dos tipos con muy malas pulgas. Augusto es el encantador.


—¿Augusto?


—Augusto Evans. Ya lo conocerás. De hecho, si llegamos a una hora decente por la mañana, asistirás a su boda.


—Espera un momento, Pedro. ¿Estás pensando en meterme, con todos mis problemas, en medio de una celebración de boda? No puedes hacer eso.


—Como te he dicho, mis amigos se enfadarían si hiciera algo diferente.


—Tienes buenos amigos, Pedro. Escucha, eres un encanto por ofrecérmelo, pero no puedo involucrar a tus amigos en un problema así.


—De acuerdo. ¿Cuál es tu alternativa?


«Buena pregunta», pensó ella. Pensó en la posibilidad de que Mario se quedara por allí hasta encontrarla. Y no podía quedarse para siempre con Julian en la habitación porque no tenía comida. Admitió que no tenía ningún plan, y que necesitaba ayuda.


—Mi mayor problema es conseguir comida para Julian si la carretera no está abierta por la mañana.


—Yo puedo ayudarte.


—Te lo agradecería —avergonzada por necesitar ayuda, trató de demostrar que era autosuficiente—. Cuando Mario se vaya, Julian y yo podremos continuar con nuestro camino. Eres muy amable, pero no necesitaremos ir contigo.


—Paula, he visto a ese hombre. Es un tipo duro y no conseguirás engañarlo siempre. Tarde o temprano volverá a por ti. Y cuando lo haga, tus clases de autodefensa no te servirán de mucho. Si de veras quieres salvar a Julian, necesitas ayuda.


Ella sabía que tenía razón. No podría proteger a Julian ella sola.


—De acuerdo —le dijo—. Pero encontraré la manera de compensarte por ello.


—No es necesario —dijo él—. Ni siquiera te preocupes por eso.


Por supuesto que lo haría. Tenía una gran deuda con él. Pero en aquellos momentos, Julian era lo más importante.


—¿Y qué pasará con el coche alquilado? —preguntó ella.


—Puedes llamar a la agencia de Santa Fe y decirles que te daba miedo conducir por el puerto de montaña. Eso tiene sentido. No deberías cruzar el puerto, al menos en un par de días. Pero puedes decirles que has encontrado otro medio de transporte. Quizá te cobren un poco más por tener que venir a buscarlo, pero...


—Eso no importa.


—De acuerdo, entonces todo arreglado —se volvió hacia la puerta—. Volveré por la mañana, cuando me haya asegurado de que Mario se ha marchado.


—Espera un momento. Mario está en el café, ¿verdad?


—Sí.


—Y cuando te marchaste, ¿adonde creía que ibas?


—A mi habitación.


—Pero no tienes habitación.


—No, pero él no lo sabe.


—Y ahora no puedes regresar al café, ¿no?


—No, pero estaré bien en mi camioneta.


Paula se quedó sin habla al ver lo dispuesto que estaba a ayudarla. Antes de que abriera la puerta, le dijo:
—No vas a dormir en la camioneta, Pedro. Comparte la cama con Julian. No ocupa mucho espacio. Es lo mínimo que...


—Imposible.


Su tono de voz indicaba que era absurdo discutir con él.


—Está bien, pues acomódate en la silla, o en el suelo. Pero no vas a irte a la camioneta. Si lo haces, romperemos el trato. No iré contigo al Rocking D.


—Pero no me conoces de nada.


Ella sonrió.


—Sí te conozco. Quédate con Julian y conmigo el resto de la noche, Pedro. Ya me siento bastante mal con los problemas que te estoy causando. Al menos deja que te dé cobijo frente a esta tormenta.


—No deberías sentirte mal. No eres tú la que causa problemas. Es Fowler.


—Bueno, pues me siento mal, y no seré capaz de pegar ojo si sé que vas a pasar la noche en la camioneta.


Él dudó un instante.


—Bueno...


—Me harás un gran favor. No he sido capaz de dormir desde que salí de San Antonio. Tengo la sensación de que si te quedas aquí, conseguiré relajarme.


—Entonces vuelve a la cama —Pedro se quitó la chaqueta y el sombrero y se sentó en una silla—. No tengas miedo de quedarte dormida. Yo me ocuparé de que estés a salvo.



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