martes, 6 de noviembre de 2018
CAPITULO 21 (SEGUNDA HISTORIA)
Al oír el ruido de la ducha del piso de abajo, Pedro imaginó a Paula desnuda, con el cuerpo mojado, y trató de pensar en otra cosa para distraerse. Miró hacia la ventana y observó cómo la lluvia golpeaba el cristal. Pero al ver las gotas de agua no pudo evitar asociarlas con el agua de la ducha, y con Paula. Se preguntaba de qué color tendría los pezones. Sus antepasados eran indios americanos y por eso tenía la piel de un dorado especial.
Si el agua estaba templada, sus senos estarían relajados y suaves para el tacto de un hombre.
Pero si estaba duchándose con agua fría para bajar su excitación, tendría los pezones erectos y duros, preparados para que se los acariciaran con la lengua y se los mordisquearan.
Se humedeció los labios y deseó... Diablos.
Estaba tumbado en la cama con una tremenda erección. No sería capaz de dormir en esas condiciones. Y tendría que sobrevivir hasta el amanecer.
Había decidido no ir al piso de abajo por varios motivos, pero además, no tenía preservativos.
Había prometido no tocar a Paula si le permitía quedarse en su casa con Oli, y por eso no los había recogido cuando regresó al rancho a por sus cosas. Lo más probable era que ella no hubiera pensado en ello cuando lo invitó a su cama.
Por supuesto, podrían hacer el amor de otras maneras, sin necesitar preservativos. Imaginó el sabor de su cuerpo y el tacto de su lengua acariciándolo. Podrían pasar un rato estupendo.
Pero no sucedería, porque él iba a quedarse arriba.
Hasta el amanecer. Después, llevaría a Oli al doctor para que la viera antes de regresar al rancho. Había pasado lo peor y ya podía encargarse de ella a solas.
Entretanto, sabía que lo mejor era permanecer en aquella habitación. Para ambos. Sentía una conexión con Paula que no había sentido con ninguna otra mujer, y no quería ni imaginar qué pasaría si la mezclara con una relación sexual.
Se dio la vuelta en la cama y la sábana rozó su miembro erecto. «Maldita sea», quizá no debería haberse desnudado del todo para meterse en la cama. No había estado a solas con una erección desde los quince años.
Y conocía el método para deshacerse de ella.
Pero una ducha helada despertaría a Oli y no quería arriesgarse.
Era pura agonía. Le dolía la entrepierna, casi tanto como si le hubieran dado una patada. Y no sabía cuánto tiempo estaría así. No podía entrar en la consulta del doctor en ese estado.
Por desgracia, sólo tenía una solución, y al pensar en ella se sentía como un adolescente.
Suspiró resignado, retiró la sábana y agarró su miembro. Apretó una pizca y gimió. Habría preferido que fuera la mano de Paula la que lo acariciara, pero no podía hacerlo.
Cerró los ojos y trató de imaginar que Paula estaba con él. Cuando empezó a mover la mano hacia arriba, oyó el ruido de la tabla que estaba suelta en la escalera.
Se detuvo de golpe. Paula estaba subiendo, probablemente para comprobar si el bebé estaba bien. Él permaneció quieto, apretando los dientes, con el pene ardiendo en su mano, esperando a oír el ruido de unos pasos que le indicaran que había regresado a su habitación.
De pronto, se abrió la puerta.
Él podía ver la silueta del cuerpo de Paula gracias a la luz del pasillo, pero ella no podría ver la cama hasta que no se acostumbrara a la oscuridad.
Un aroma a colonia mezclado con excitación sexual invadió la habitación. Despacio, soltó su miembro erecto y retiró la mano. No se atrevía a moverse. Quizá, Paula sólo quería comprobar si estaba dormido. Quizá...
Entonces, ella entró en la habitación y cerró la puerta con cuidado.
—¿Estás dormido? —le preguntó al acercarse a la cama.
—No —dijo él—. ¿Oli está bien?
—Sí.
—Bien —en la oscuridad vio que Paula llevaba una bata atada por la cintura. Sólo se le ocurría un motivo por el que podía haber ido allí, y él no tenía fuerza para rechazarla.
—No puedo verte muy bien —dijo ella.
—Mejor.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Probablemente te quedarías impresionada.
—¿Porque estás desnudo?
—Eso es.
—¿Y empalmado? —preguntó con la respiración acelerada.
—También.
Ella se desató la bata y la dejó caer al suelo.
—Quizá pueda ayudarte.
Él tragó saliva. Tenía los senos redondeados y los pezones erectos. La cintura perfecta y las piernas esbeltas.
—Si es que me dejas —añadió con tono sensual—. ¿O vas a echarme de manera amable?
—No podría hacerlo, Paula.
Ella se acercó a la cama y lo miró.
—Quiero encender la luz.
—Yo también —se apoyó en un codo y se acercó a la lámpara de la mesilla.
—Espera —ella rodeó la cama y se acercó a la ventana para cerrar la cortina.
Pedro encendió la luz y la contempló desnuda.
—Cuánta luz —se cubrió los ojos con la mano.
—Ah, Paula —suspiró de placer.
Ella lo miró entre los dedos y sonrió.
—Pedro —retiró la mano y contempló su miembro erecto—. ¿Me esperabas?
—No —contestó—. Has de saber que no tengo...
—Yo sí. En el bolsillo de la bata.
—Debo de estar soñando —dijo él, y movió la cabeza.
—A veces, los sueños se convierten en realidad —se metió en la cama.
—Nunca había soñado nada tan maravilloso.
—Lo sé. Yo tampoco —lo besó en los labios.
—Si esto es un sueño, no me despiertes —dijo mientras le acariciaba el cabello.
—Sólo pensaba amarte —murmuró y lo besó de nuevo.
Pedro no imaginaba que una mujer pudiera expresar tanto con un beso. Él le acarició los senos y le dijo:
—Túmbate. Quiero...
—Todavía no —le sujetó el miembro, tal y como él había imaginado que lo haría minutos antes.
Y así, sin más, ella se hizo con el mando. Él hizo todo lo posible por mantener la cordura mientras ella lo acariciaba con amor. Amor. Era la única palabra que permaneció en su mente mientras ella se agachaba para acariciarlo con la lengua, los labios, la respiración...
Él creía que no podría aguantar... y, sin embargo, le habría gustado que aquello durara para siempre. Nunca se había sentido tan cuidado por una amante. Susurró su nombre y le agarró el cabello con fuerza para tratar de mantener el control. Cuando creía que había perdido la batalla, Paula hizo una pausa, como si supiera que no debía llegar más lejos.
—Pedro —dijo con satisfacción.
Él le soltó el cabello y la miró a los ojos. Otras veces había visto pasión y deseo en la mirada de una amante, pero nunca había visto amor incondicional. Hasta ese día. El deseo de poseer a aquella mujer se apoderó de él. Necesitaba sentirse dentro de ella, y que lo abrazara con las piernas. Nunca había deseado tanto a una mujer. Se movió y se colocó entre sus piernas.
Ella murmuró algo, pero el deseo había hecho que no pudiera oír nada más que sus instintos.
Buscó el calor de su cuerpo, su humedad, su suavidad, y se preparó para adentrarse en ella.
—¡Pedro! —exclamó ella, y le empujó el torso—. Espera.
Y entonces, él se percató de lo que había estado a punto de hacer.
—Paula, lo siento —apoyó la frente contra la de ella—. No sé en qué estaba pensando.
—¿No?
Él la miró. Podía ahogarse en la mirada de sus ojos marrones. Deseaba penetrarla, sin protección. Debía de estar loco.
—¿Qué quieres decir?
—Quieres un bebé.
—No —huyó de la verdad todo lo deprisa que pudo—. Te deseo. Y he perdido el control.
Ella lo miró con pasión.
Él respiró hondo.
—Pero ya lo he recuperado.
—¿De veras?
—Sí. Todo bajo control —la besó en el cuello.
Deslizó el rostro por su cuerpo y le acarició el pezón con la lengua. Paula gimió de placer y él se lo mordisqueó. Deseaba acariciarle todo el cuerpo, explorar la intimidad de su ser. Ella comenzó a respirar con dificultad y separó las piernas, ofreciéndole su feminidad, susurrando su nombre y temblando entre sus brazos. Y él se sintió privilegiado por poder acariciarla de aquella manera.
Sólo el hombre más afortunado del mundo podía disfrutar de un beso tan íntimo y erótico, y escuchar los gemidos provocados por el movimiento de su lengua. Y él era ese hombre.
Y quería serlo siempre. Pero no podía ser.
La frustración se apoderó de él e hizo que la acariciara con más fuerza. Su intención era llevarla al límite, pero no quería parar. Deseaba que se rindiera en ese instante, cuando era vulnerable y estaba abierta a las caricias de sus labios y su lengua, como si eso sellara una especie de pacto.
Ella gimió una vez más y arqueó su cuerpo, suplicando que liberaran su tensión.
Él se entregó a ella con ferocidad y se dejó llevar por la pasión. Era suya. Suya.
Paula ahogó sus gemidos en la almohada mientras él la abrazaba con fuerza. Por fin, se derrumbó entre sus brazos.
Él no sabía cómo había encontrado los preservativos en el bolsillo de la bata que estaba en el suelo, ni cómo había sido capaz de ponerse uno mientras le temblaba todo el cuerpo, pero lo había hecho. Ella estaba tumbada bajo su cuerpo, y lo miraba con aquellos maravillosos ojos.
Cautivado por su mirada, Pedro metió las manos bajo el trasero de Paula y empujó con fuerza.
Una, dos, tres veces, hasta que estalló.
Entonces, cerró los ojos para tratar de ocultar sus sentimientos.
Porque ella tenía razón. Quería tener un hijo.
Con ella. Sólo con ella.
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