lunes, 29 de octubre de 2018
CAPITULO 31 (PRIMERA HISTORIA)
—¡Esto es más difícil que sujetar a un cerdo engrasado! —se quejó Augusto mientras trataba de meter a Olivia en la bañera que habían preparado en la cocina.
—Coloca el brazo debajo de su axila —murmuró Pedro—. ¡Así no! Así —se acercó y le agarró la mano para mostrarle cómo hacerlo.
Augusto sonrió.
—Uy, Pedro, no sabía que te importara tanto.
—¡Calla! ¿Cuándo ha sido la última vez que te cortaste las uñas?
—No me dijiste que tenía que hacerme la manicura para éste trabajo.
—Si arañas al bebé, te haré la manicura con un cuchillo de cocina, vaquero.
—No la arañaré, ¿de acuerdo? Y si tanto te preocupa, quizá deberías darle el baño tú.
—No. Tú lo haces y yo miro. Aquí tienes la esponja. Mójale el pelo para ponerle el champú.
Olivia miró a Augusto y a Pedro. Cuando Augusto le mojó la cabeza, la niña comenzó a patalear.
—¡Guau, Oli! —Augusto soltó la esponja y le sujetó los pies con una mano.
—Lo hace de vez en cuando —dijo Pedro con orgullo—. Pero no hace daño a nadie.
—Podías haberme avisado. Creía que le estaba dando un ataque.
—Toma el champú. Una gota es suficiente.
Augusto empezó a enjabonarla.
—Le pasa algo en el pelo.
—¿Como qué?
—Tiene el mismo color que el mío, pero no es tan espeso. Yo siempre he tenido el cabello espeso.
—¿Lo ves? ¡No se parece al de los Evans!
—Es igual, pero más fino. Quizá tenga alguna enfermedad. ¿La ha visto un médico?
—No le pasa nada en el pelo, Augusto. Por el amor de Dios.
—Creo que deberían mirárselo. El cabello es algo importante —cuando Augusto le echó agua para aclararle la cabeza, Olivia comenzó a gritar.
—¿Qué le has hecho? Seguro que le has metido jabón en los ojos.
—No. Y quita. Estás en medio.
—La has pellizcado o algo. No llora sin motivo —Pedro se acercó al bebé—. ¿Qué pasa, cariño? ¿Quieres tu patito de goma? Seguro que es eso. Me olvidé de tu pato de goma.
—¿Ves lo que ha hecho este hombre,Oli? Me enseña a bañarte y no me da el pato de goma para que así parezca que no sé hacerlo.
—Eso es lo que pasa con algunas personas, Olivia. Culpan a los demás de sus inseguridades.
—Que te den, Pedro.
—Vigila tu manera de hablar delante de la niña.
Llamaron al timbre.
—Ya voy —dijo Pedro—. No hagas nada hasta que vuelva —cada vez que llamaban al timbre se imaginaba que podía ser Jesica.
—Primero dame el pato —dijo Augusto.
—Está bien. Así podrás jugar con el pato —lo buscó y se lo entregó a Augusto—. Ten cuidado con ella.
—De acuerdo, madre Pedro, tendré mucho cuidado.
Pedro frunció el ceño.
Augusto se rió.
—Tranquilo, amigo. Si sigues así convertirás a esta niña en una amargada, ¿verdad, Oli?
Pedro se dirigió a abrir. Desde la ventana, vio el coche de Guadalupe frente a la casa. No era Jesica.
Nada más abrir la puerta vio que Paula también estaba allí y se le aceleró el pulso. Debería haberla llamado.
«Es preciosa», pensó, y la miró de arriba abajo.
Llevaba la melena suelta, una blusa roja y pantalones vaqueros. La imaginó desnuda.
—¿Qué está haciendo Augusto aquí? —preguntó Paula.
Pedro volvió a la realidad y se percató de que no las había invitado a pasar. Se había quedado absorto pensando en lo mucho que le gustaría volver a hacerle el amor. No sabía qué contestar, y tampoco iba a abrir su corazón estando Guadalupe delante.
—Pasad —dijo, y dio un paso atrás—. Augusto...
Desde la cocina se oyó la risa de Augusto y de la pequeña.
Ambas mujeres se miraron.
—Es la hora del baño.
—¿Augusto está bañando a la pequeña? —preguntó Guadalupe.
—Sí —se fijó en que llevaba una manta preciosa en la mano—. Es la primera vez que Augusto baña a un bebé, así que será mejor que vaya a ver. Poneos cómodas.
—No me perdería eso por nada del mundo —Paula se dirigió a la cocina.
—Yo tampoco —dijo Guadalupe, y dejó la manta sobre la mecedora.
—¿Es para Olivia? —preguntó Pedro.
—Sí —Guadalupe no parecía muy interesada en la manta. Toda su atención estaba centrada en la cocina.
—Es un regalo estupendo —dijo Pedro—. Gracias, Guadalupe.
—De nada —dijo ella.
Pedro las acompañó a la cocina y recordó que no le había dicho nada a Augusto acerca de que no mencionara a Jesica. Pero su preocupación se desvaneció nada más entrar a la cocina y ver que Augusto había sacado a la niña del baño y la había envuelto en una toalla.
Paula y Guadalupe lo miraban boquiabiertas. Augusto no las había visto todavía y Olivia parecía estar pasándoselo de maravilla.
—Ya estoy aquí —dijo Pedro—. Dámela.
Augusto se volvió y se quedó de piedra al ver a Guadalupe y a Paula en la puerta de la cocina.
—¿Qué tal, chicas?
—No sabía que habías regresado a Colorado —dijo Paula.
—Llegué anoche —miró a la niña y después a Paula y a Guadalupe—. Creo... puede que esta niña sea...
—Mía —dijo Pedro.
—Mía —repitió Augusto, mirando a Pedro—. Jesica me ha nombrado padrino, igual que a tí, y hay más probabilidades de que yo...
—Me dejó a la niña a mí —dijo Pedro—. ¿Eso no te dice nada?
—¡Que sabe dónde vives!
—Esperad —Guadalupe no podía apartar la vista de Augusto y el bebé—. Jesica no es la mujer que, hace dos años, sobrevivió a la avalancha con vosotros?
—Sí —dijo Augusto.
—No estoy seguro de que debamos hablar de esto —dijo Pedro.
No se atrevía a mirar a Paula. Notaba que estaba tensa. Debería haberla llamado. Aunque todavía no supiera qué hacer. Aunque siguiera pensando que Olivia tenía sus mismos ojos. Paula suspiró.
—Voto por que habléis de ello. Ambos sabéis que se puede confiar en Guadalupe, y yo merezco saber lo que pone en la segunda carta.
—Sí, es cierto —la miró y vio que sus ojos azules reflejaban un sentimiento de traición—. Debería haberte llamado anoche, Paula.
—No necesariamente —dijo ella—. No tienes ninguna obligación conmigo, Pedro.
—Lo sé, pero...
—Éste no es el lugar —dijo ella—. Augusto, ¿te importaría contarnos qué pone en tu carta?
—Me encantaría, pero, quizá sea mejor que primero vistamos a Oli.
—Yo lo haré —dijo Pedro, deseando escapar de la mirada de Paula—. Tú puedes ofrecerles un café a estas mujeres y contarles lo que ha pasado.
—Puedo vestirla yo —dijo Augusto.
—No, no puedes. No sabes dónde está nada. Sólo has probado la etapa de desvestirla.
Augusto le guiñó un ojo a Guadalupe.
—Sí, siempre se me dio mejor esa parte.
Pedro negó con la cabeza. Augusto era el único capaz de convertir cualquier situación, por muy extraña que fuera, en una oportunidad para flirtear. Era algo que hacía con toda naturalidad, y sin embargo, Pedro acababa de perder a la mejor amiga que tenía en el mundo.
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