domingo, 21 de octubre de 2018
CAPITULO 5 (PRIMERA HISTORIA)
No había ningún coche desconocido aparcado frente a la casa de Pedro, pero al subir al porche, Paula se fijó en que había dos cajas de cartón grandes junto a la puerta. Y desde luego, se oía el llanto de un bebé.
Llamó al timbre y Pedro abrió inmediatamente. Parecía nervioso. Paula no recordaba haberlo visto tan nervioso en ninguna otra ocasión. El hecho de que fuera capaz de ponerse nervioso la complacía enormemente.
Él siempre parecía tenerlo todo bajo control, y la mirada de sus ojos grises transmitía seguridad.
Durante años, Paula había descubierto que tanta seguridad le parecía sexy, pero al mismo tiempo, provocaba que ella sintiera que no la necesitaba para nada.
Aquella noche, sí necesitaba a alguien. Y ella era la más cercana.
—Menos mal que has venido —dijo él—. Has debido de conducir como un caracol.
—Al revés, he sobrepasado el límite de velocidad —entró en la casa y se quitó la chaqueta—. ¿Dónde está el bebé?
—Allí —señaló hacia el sofá que estaba frente a la chimenea.
Paula tenía mil preguntas acerca de cómo había llegado aquel bebé a casa de Pedro, pero decidió que no tenía sentido preguntárselas hasta que la criatura no dejara de llorar.
—¿Qué has hecho por él?
—Nada. Es ella. Se llama Olivia.
—¿Nada?
Paula se acercó al sofá y vio cómo la niña agitaba los brazos y las piernas. Iba vestida con un traje de color rosa y cubierta con una manta.
Parecía acalorada.
—Tenía miedo de hacer algo mal —dijo él—. No sé nada sobre bebés. Sólo encendí la chimenea.
—Eso ya lo veo —Paula trató de ignorar las dos copas de vino que había sobre la mesa y el aroma al perfume de Charlotte que permanecía en la habitación—. ¿Dónde está Charlotte?
—Se ha ido. No sabe nada acerca de bebés.
Al menos, el bebé había provocado que Charlotte se marchara.
—Yo tampoco sé gran cosa —dijo Paula—. Pero creo que tenemos que quitarle algo de ropa o retirarla del fuego.
—Tú la levantas, ¿de acuerdo?
Paula lo miró y contuvo una sonrisa. Por fin había encontrado algo que asustara a Pedro Alfonso.
—De acuerdo —contestó. Ella tampoco había cuidado a muchos bebés pero, al menos, recordaba cómo sostenerlos.
Al tomarla en brazos, la pequeña dejó de gritar, pero continuó llorando. Paula la retiró del fuego.
—Tranquila, Olivia—le susurró—. Todo va bien. No hace falta que te enfades —Paula no tenía ni idea de si todo iba bien o no, pero el bebé tampoco podía entenderla. Se sentó en la mecedora y tras colocar al bebé en su regazo, comenzó a quitarle algo de ropa.
—¿Qué hago? —dijo Pedro.
—Puede que tenga hambre.
—¡A mí no me mires!
—No hay nadie más. ¿De quién es éste bebé?
—Hum... hablaremos de eso más tarde cuando todo esté tranquilo.
Interesante respuesta. Paula se fijó en que Pedro tenía el cabello alborotado. No quería pensar en la posibilidad de que Charlotte se lo hubiera acariciado. Aunque comprendía que era tentador. Pedro tenía el tipo de cabello, espeso y de color castaño oscuro, con el que cualquier mujer soñaría con acariciar.
—No sé cómo vamos a calmarla si no estás preparado para alimentarla —dijo ella—. ¿Su madre no te ha dejado leche para el biberón o algo así?
Él se quedó de piedra.
—¡Tenía que haberme dejado comida, pañales y ropa! Los niños necesitan muchas cosas.
—Pedro, vas a tener que contármelo antes de que me muera de curiosidad. ¿Cómo diablos has acabado esta noche con un bebé?
—La dejaron en el porche.
—Bromeas —dijo Paula con asombro.
—No.
—Creía que ese tipo de cosas sólo pasaban en las novelas —le sorprendía que Pedro no la mirara a los ojos. Normalmente era una persona directa. Después, se dio cuenta de que quizá estuviera evitando su mirada y sintió un nudo en el estómago—. ¿Es tu hija? —esperaba que él contestara que no.
Pedro se pasó los dedos entre el cabello.
—Es posible.
¡Cielos!, eso sí que había sido doloroso. Ella creía que sabía todo lo que Pedro había hecho. Y siempre se había consolado pensando que, si él no se había sentido atraído por ella después de que Bárbara se fuera, era porque no se había sentido atraído por ninguna otra mujer. Le había costado aceptar que hubiera quedado para cenar con Charlotte, pero al menos, sabía que era la primera vez que salía con ella, y en secreto, Paula había deseado que todo fuera un desastre.
Por si fuera poco, además tenía que enfrentarse al hecho de que él hubiera tenido una relación con alguien meses atrás y que quizá fuera el padre de aquella criatura.
Pedro siempre había querido tener hijos. Paula sabía que eso había sido motivo de discordia en su matrimonio con Bárbara. Ella también deseaba tener hijos.
Hubo un tiempo en el que soñó... pero era evidente que Pedro no pensaba en ella de la misma manera. Él había encontrado lo que necesitaba en otra mujer.
—¿Y quién es la madre y por qué no está aquí? —preguntó con voz cortante.
—Es la mujer que estuvo con nosotros durante la avalancha de nieve que sufrimos hace dos años en Aspen. Al parecer está metida en algún lío y ha tenido que dejar a Olivia durante un tiempo.
Paula recordaba que Pedro había ido a un viaje de esquí durante su cumpleaños, justo después de divorciarse. Paula estaba preparada para celebrar con él ambos eventos, pero Augusto, Bruno y Nicolas lo invitaron a pasar un fin de semana de solteros. Cuando ella vio la noticia de la avalancha por la televisión, lo pasó muy mal hasta que se enteró de que nadie había salido herido.
Después, al año siguiente, volvieron a Aspen durante el cumpleaños de Pedro. Paula había pensado que intentaban demostrar que no tenían miedo de las avalanchas a pesar de lo que les había pasado, pero quizá lo que quería Pedro era celebrar su cumpleaños con aquella mujer. Celebrarlo de verdad.
—¿Sabías lo del bebé?
Él la miró sorprendido.
—¿Crees que permitiría que una mujer a quien he dejado embarazada pasara sola por todo esto? ¡Por supuesto que no lo sabía!
—Por supuesto que no.
—Escucha, ¿se te ocurre qué podemos hacer con ella? Ese llanto me está volviendo loco.
Paula sabía que enfadándose no conseguiría nada, pero no podía evitarlo. Estaba furiosa con la mujer de Aspen por que hubiera salido huyendo después de dejar a su bebé. El bebé de Pedro. Paula estaba dispuesta a sacrificar diez años de su vida por tener un hijo con Pedro, y lo injusto de la situación hacía que sintiera cólera.
Pero uno de los dos tenía que ser capaz de pensar con claridad y Pedro no parecía el adecuado.
—Te sugiero que metas las dos cajas que hay en el porche —dijo ella—. Imagino que en ellas encontraremos lo que necesitamos.
—¿Hay cajas ahí fuera?
—Dos —no podía creer lo alterado que estaba. Normalmente era el hombre más observador del mundo y ni siquiera se había dado cuenta de que habían dejado unas cajas en el porche de su casa.
Pedro metió las cajas y las abrió mientras Paula sostenía al bebé. El bebé de Pedro. Cada vez que pensaba en ello, sentía un fuerte dolor en el pecho.
—¿Te ha dicho que tú eres el padre?
—No. En la nota me pide que sea el padrino de Olivia hasta que pueda regresar a por ella —se agachó para estudiar el contenido de la caja—. Eh, aquí hay de todo. Leche, pañales, ropa. Incluso un libro sobre cómo cuidar de los bebés. Y también un sobre —lo abrió y miró los papeles que había dentro—. Instrucciones, la partida de nacimiento y los informes médicos. Incluso un acta notarial dándome permiso para que le den tratamiento si se pone enferma.
—Parece que quiere que te la quedes una temporada —dijo Paula.
—Mira, aquí viene cómo tenemos que darle de comer. La leche viene en lata y ella ha esterilizado los biberones y las tetinas, pero explica cómo hacerlo para la próxima vez —Pedro agarró una lata y el paquete de biberones—. Lo haré en la cocina. Sigue meciéndola. Creo que funciona.
—¡Lávate las manos! —gritó Paula. No imaginaba qué podría ocurrirle a la mujer de Aspen. Pedro era el tipo de hombre con el que uno podía contar si tenía problemas.
Si él era el padre de esa criatura querría hacer lo correcto. Si sentía algo por aquella mujer, o aunque no lo sintiera, querría casarse con ella para darle su apellido a la criatura.
Una mujer que no se diera cuenta ello, a pesar de conocerlo lo bastante como para acostarse con él, tenía que ser una estúpida. No se merecía a Pedro ni a su bebé.
Él regresó antes de lo esperado y Paula recordó que, diez años antes, Fleafarm, la perra, había tenido una camada numerosa y Pedro había tenido que preparar muchos biberones.
Él le entregó el biberón.
—¿Sabes hacerlo?
—Me las arreglaré. No creo que sea muy difícil —ella agarró el biberón.
Al principio, el bebé se negó a tomarlo pero; a base de insistir, aceptó la tetina.
Silencio.
Pedro suspiró. Después agarró las instrucciones y se sentó frente a Paula. Miró entre los papeles y dijo:
—Nació el día veintinueve de enero, eso quiere decir que tiene casi dos meses.
Paula no tuvo que pensar mucho. Olivia había sido concebida más o menos la fecha del cumpleaños que Pedro celebró en Aspen. Miró a la pequeña y después a él.
—Eres un cretino, ¿lo sabes, verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Aquí todos preocupándonos por tí porque después del divorcio no habías vuelto a salir con ninguna chica. Estaban emocionados con que hubieras invitado a una mujer a cenar a tu casa —a Paula no le había hecho ninguna ilusión, pero a todos los demás sí—. Entretanto, tú estabas por ahí concibiendo niños con la superviviente de la avalancha de Aspen.
—No estoy seguro de ello.
—Entonces, ¿de qué va todo esto?
—No estoy seguro. Aquella noche todos bebimos demasiado, todos menos Jesica.
Jesica. Paula odiaba aquel nombre.
—¿Estás diciendo que no recuerdas si empleaste protección?
—No recuerdo si hice el amor con ella, punto.
—Seguramente lo hicieras. Era tu cumpleaños. Es lógico que si estabas liado con ella, te apeteciera... celebrarlo.
—No estaba liado con ella. Sólo somos amigos. Cuando uno sobrevive a algo como una avalancha, se da cuenta de qué madera está hecha la gente que sobrevivió también. Jesica tiene valor —hizo una pausa—. O eso creía.
—Mmm —Paula no dijo nada más, pero, en su opinión, una mujer valiente no abandonaba a su hija.
Pedro parecía estar pensando lo mismo.
—No sé cómo ha podido hacer esto.
—Todavía no me has explicado qué sucedió para que pudieras ser el padre.
—Estuvimos de fiesta toda la noche, Augusto, Bruno, Jesica y yo. Nos llamamos «la pandilla de la avalancha». Esperábamos que Nicolas también pudiera acompañarnos, pero le surgió algo de última hora. Jesica estaba en la estación de esquí porque trabaja como recepcionista y nosotros habíamos alquilado un apartamento cerca, pero no lo bastante cerca como para ir caminando. Habíamos bebido tanto, que Jesica tuvo que llevarnos a casa para que no tuviéramos un accidente.
Pedro se sonrojó.
—Ya sabes cómo es.
—Me temo que no.
—Todos coqueteamos con ella, comportándonos como chiquillos. Pero no significaba nada. Al menos, no para mí. Ella nos ayudó a meternos en la cama y yo recuerdo vagamente que traté de besarla.
—¿Y después del beso?
—No recuerdo nada después de eso.
—Entonces, ¿cómo puedes suponer que eres el padre de ésta criatura?
—Si no, ¿por qué me iba a pedir que fuera el padrino?
—Por mil motivos —Paula no quería perder la esperanza—. Eres un buen amigo. Eres una persona equilibrada. Tienes recursos para ocuparte de una responsabilidad como ésta. Eres cariñoso. Agradable...
—¡E ignorante! ¡No sé nada sobre bebés!
—Por eso te ha dejado un bebé con manual de instrucciones.
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