jueves, 1 de noviembre de 2018
CAPITULO 6 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula no había pensado tomar parte en el lanzamiento del ramo, pero Maria le había dicho que era obligatorio. Así que se colocó en la parte trasera del grupo de mujeres confiando en que Maria no llegara tan lejos.
Mientras las mujeres se reían y bromeaban, Maria se volvió y lanzó las flores por encima de la cabeza de todas ellas. Paula se vio obligada a saltar y agarrar el ramo para que no terminara en el suelo.
Todo el mundo empezó a gritar y Paula levantó el ramo para que lo vieran. Agradeció cuando todos se volvieron hacia Maria para ver cómo se quitaba el liguero.
Animada por los silbidos, Maria colocó un pie sobre una silla y se levantó la falda. Sebastian le quitó el liguero con eficiencia y empezó a darle vueltas con un dedo. Se volvió hacia el grupo de hombres y dijo:
—El espectáculo ha terminado, caballeros. Y que sea el último silbido que oigo dedicado a mi mujer. ¿Comprendido?
—¿Eres su dueño? —preguntó uno de los vaqueros.
—No, su marido —Sebastian contestó con una sonrisa peligrosa—. ¿Dónde diablos está Alfonso?
Paula miró a su alrededor y vio que Pedro no había regresado con Sebastian. Había visto que ambos habían salido de la carpa. En realidad, había observado todos los movimientos que Pedro había hecho aquella noche. Ninguno de ellos dirigido hacia ella.
—¿Alfonso? —dijo otro hombre—. Nunca verás a ese hombre cerca de un liguero de boda. Tíralo hacia mí, Daniels. No me importaría bailar otra vez con la dama de honor.
—No si lo agarro yo —dijo otro de los vaqueros.
—Tendrás que pasar por encima de mí — dijo un tercero.
A pesar de lo agradable que era ver cómo los hombres discutían por bailar con ella, Paula no era capaz de mostrar entusiasmo por ninguno de ellos. El único hombre que le interesaba era con el que no debía pasar ni un minuto más. Por suerte, todavía estaba fuera y no llegaría a tiempo de agarrar el liguero.
—Supongo que tendremos que hacerlo sin Alfonso —dijo Sebastian—. Y cuidado con los codos. Me gustaría pensar que todos sois unos caballeros —añadió con una sonrisa.
—A mí también, pero no es así —dijo el primer vaquero—. Y el liguero es para mí.
—Que gane el mejor —dijo Sebastian, e hizo ademán de tirar el liguero.
—¿Me ha llamado alguien? —Pedro entró en la carpa.
—Por fin aparece —murmuró Sebastian, y lanzó el liguero al aire.
Paula sabía que Pedro tenía muchos reflejos.
Podía lanzar el lazo más rápidamente que ningún otro hombre en el valle, y a él no le daba vergüenza admitirlo. Pero la ligereza que demostró a la hora de agarrar el liguero hizo que las mujeres se quedaran boquiabiertas y los hombres blasfemando.
—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Jorge Litchfield, un vaquero que había coqueteado con Paula durante toda la noche—. Todos sabemos que no quieres casarte, y agarrar el liguero significa que eres el próximo de la lista.
Pedro se encogió de hombros, se guardó el liguero en el bolsillo y se acercó a Paula.
—Puede que sí, puede que no. Pero llevo toda la noche deseando bailar con la dama de honor y la habéis tenido tan ocupada que ni siquiera he podido acercarme a ella.
Paula se quedó en el sitio y comenzó a temblar.
Esa vez no tendrían al bebé entre medias.
Justo antes de que Pedro llegara a su lado, Sebastian se acercó y le dio una palmadita en la espalda.
—Enhorabuena por haber agarrado el liguero. Me encantaría ver que terminas sentando la cabeza con la mujer adecuada.
Pedro lo miró.
—Hará falta algo más que un liguero para llevarme hasta el altar, amigo.
—Estoy seguro de ello —Sebastian le guiñó un ojo a Paula—. Pero esto es un comienzo. Ahora, si me disculpas, voy buscar a la antigua dueña del liguero para sacarla a bailar.
Pedro miró a Paula e hizo una reverencia.
—¿Me concedes este baile?
—Supongo que sí —le dio la mano y lo acompañó hasta la pista—. Has trabajado lo bastante duro como para ganártelo.
—Ha sido pan comido. Siempre he tenido muchos reflejos.
—Y no te da vergüenza admitirlo, ¿no?
Él se rió y la tomó entre los brazos.
Ella apoyó la mano sobre su hombro. Esperaba que un hombre como Pedro la agarrara con fuerza para que sus cuerpos entraran en contacto. Sin embargo, él la sujetó por la cintura y no provocó que sus cuerpos se tocaran.
Pero una vez más la cautivó con la mirada. Y él podía hacer muchas cosas con su mirada.
Durante toda la noche, Paula había bailado con diferentes hombres y todos la habían apretado contra su cuerpo para demostrarle que la deseaban. Ninguno de ellos la había hecho estremecer.
Sin embargo, al sentir la mano de Pedro sobre su espalda, se estremeció. La había seducido con la mirada y había hecho que imaginara cómo sería hacer el amor con él.
Pero era peligroso. Podía romperle el corazón de forma que nunca se recuperara. Y podía hacer que sus fantasías se convirtieran en realidad, que le enseñara cosas sobre su sensualidad que ningún otro hombre podría enseñarle. Pero él no se quedaría. Nunca lo haría.
El silencio se llenó de deseo. Ella trató de romper el hechizo y dijo:
—Me sorprende que hayas ido a por el liguero. Supongo que no eres supersticioso.
—Un poco —dijo él, y la sujetó con más fuerza—. Pero parecía la única forma de poder bailar contigo otra vez. Decidí que merecía la pena tentar al destino.
—¿Y es cierto?
—Creo que lo será —miró sus ojos, su boca y su escote. Después, otra vez a los ojos. El deseo se hacía evidente en su mirada y la acercó un poco más contra su cuerpo.
Paula notó que sus pezones se ponían erectos y que se le aceleraba la respiración.
—¿Tienes el hostal lleno? —murmuró él.
—¿Por qué? ¿Estás buscando trabajo?
—No —la apretó un poco más para sentir sus senos contra el pecho—. Sólo me preguntaba cómo te iba el negocio.
Ella notó que él también tenía el pulso acelerado. Sabía que debía separarse, pero no podía hacerlo. Por primera vez en mucho tiempo, se sentía viva otra vez.
—El negocio está un poco flojo ahora — se aclaró la garganta—. Los esquiadores se han ido y la temporada de verano no empieza a ir bien hasta después de Memorial Day.
—Hmm —Pedro apoyó la mejilla contra la de ella—. ¿Y qué haces durante todo el día?
Ella cerró los ojos.
—Me dedico a tejer —susurró. Con cada movimiento sentía el empuje de su miembro erecto. No pudo evitar que se humedeciera su cuerpo.
Él le acarició la oreja con los labios.
—Me gusta la manta que le hiciste a Oli. Es tan suave...
—Mmm —lo deseaba más que a nada en su vida.
—Di que sí, Paula. Di que sí y deja que te ame.
Paula sólo podía oír el latido de su corazón. Ni siquiera oyó que la música había dejado de sonar.
Pero Pedro la soltó y la miró fijamente a los ojos.
—Por favor, di que sí —susurró—. Te deseo.
Ella no podía hablar. El deseo que él mostraba por ella le suplicaba que se olvidara de todo y se dejara llevar por una pasión desenfrenada.
Reuniendo el último vestigio de cordura que le quedaba, negó con la cabeza.
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