viernes, 2 de noviembre de 2018
CAPITULO 10 (SEGUNDA HISTORIA)
Paula retiró el paño de cocina con el que había cubierto la masa que tenía sobre la encimera de la cocina. Después, golpeó la masa con el puño.
Era lo más satisfactorio que había hecho en el día.
Vestida con su ropa favorita de andar por casa y con el cabello recogido, había decidido consolarse preparando sus deliciosos pasteles de canela.
Aquella tarde necesitaba un consuelo. Después de la llamada provocativa que le había hecho Pedro dos días antes, no había sabido nada más de él. Deseaba poder olvidarlo, pero no era capaz de hacerlo. Además, su madre le había enviado un correo electrónico desde una excavación arqueológica cercana a El Cairo.
Su madre quería saber cuándo iba a dejar de jugar a las casitas para dedicarse a terminar su carrera. Paula era la única de la familia que no tenía un título universitario y un trabajo intelectual, y eso era algo que la madre no soportaba.
Después de espolvorear harina sobre una tabla, Paula extendió la masa y comenzó a amasar con fuerza. Aquello le gustaba, maldita sea, por mucho que su madre estuviera en contra.
Era probable que el mensaje la hubiera molestado más porque no estaba durmiendo bien. Intentaba convencerse de que la culpa del insomnio la tenía el hecho de no tener nada que hacer. No tenía clientes hasta el siguiente fin de semana y no quería plantar nada en el jardín hasta que no pasaran las heladas. Y tejer, que era algo que normalmente la relajaba, no le servía de nada. Necesitaba actividad física, cuidar de los huéspedes, plantar verduras o... O tener relaciones sexuales.
Pero eso no sucedería, así que lo mejor sería que se concentrara en amasar. Pedro le había contado que él utilizaba la palma de la mano para los músculos grandes y los dedos para los pequeños...
Y así, empezó de nuevo a pensar en él. Recordó la manera en que le había acariciado la espalda mientras bailaban. Y rememoró la suavidad de sus besos al introducir un cuchillo en la mantequilla y extenderla sobre la masa.
La mantequilla era algo mucho más erótico de lo que había imaginado nunca y se preguntó cómo sería extendérsela por la piel y que alguien se la retirara con la lengua.
Alguien concreto.
El olor a azúcar y a canela le recordó al aroma de la loción de afeitar de Pedro. Echó unas pasas por encima y formó un cilindro con la masa. Un cilindro que encajaba en su mano de la misma manera que un...
Oh, cielos. No tenía solución.
Suspiró con impaciencia y cortó el cilindro en varios pedazos. El destino le había jugado una mala pasada, dándole talento para crear un hogar y haciendo que se enamorara de hombres que no tenían intención de asentar la cabeza.
Pedro no sabía lo cerca que había estado de ir al Rocking D la noche que él la llamó. Menos mal que no lo había hecho, porque el silencio de los dos últimos días indicaba que ya había perdido el interés por ella. Quizá no tenía tiempo para tontear con alguien que no caía inmediatamente en sus garras. Quizá se había decidido por Donna, quien, sin duda, habría salido hacia el Rocking D antes de que Pedro hubiera colgado el teléfono.
Llamaron al timbre cuando Paula estaba metiendo los pasteles en el horno. Se acercó a la puerta y, a través del cristal opaco, reconoció la silueta de Pedro y Olivia. Se le aceleró el pulso.
Respiró hondo y trató de tranquilizarse. No quería que se percatara de que llevaba dos días pensando en él.
Abrió la puerta con decisión. Pedro tenía a la pequeña envuelta en una manta y apretada contra su pecho.
—Oli ha pillado un resfriado —dijo él—. Si no quieres exponerte al virus, me parece bien, pero...
—Entra —Paula dio un paso atrás y extendió los brazos—. Y deja que sujete a la pequeña.
—Gracias, Paula. No sabes lo mucho que esto significa para mí —le entregó a la niña—. Acabo de ir a ver al doctor Harrison y a Coogan's Department Store para comprar algunas cosas. El doctor dice que no hay que preocuparse, pero yo estoy hecho una furia.
—Pobre Olivia—Paula le retiró la manta y observó que tenía la nariz colorada y los ojos llorosos—. Seguro que se lo pilló en la boda.
Pedro cerró la puerta.
—Eso es lo que ha dicho el médico. Me dijo que no me preocupara, que los bebés se ponen malitos a menudo, pero no me gusta nada.
—Claro que no —Paula se fijó en que Olivia tenía mocos—. Vamos a la cocina. Buscaré un pañuelo de papel.
—Pobrecita —dijo Pedro, y la siguió.
Estaba nervioso. Y muy sexy. Ese día no parecía interesado en conquistarla. Toda su atención estaba centrada en el bebé.
—¿Crees que deberíamos llamar a Maria y a Sebastian? —preguntó—. El médico ha dicho que no es necesario, pero yo creo que quizá...
—No —dijo Paula—. Probablemente se den un susto de muerte, y de todos modos, ya estará bien para cuando regresen.
Olivia empezó a llorar.
Paula le limpió la nariz.
—Pobrecita. No es divertido tener la nariz congestionada, ¿verdad? —miró a Pedro—. ¿Has traído el biberón?
—Sí. Su bolsa está en el coche, pero es dificil que beba con la nariz tapada. He comprado zumo de manzana porque el médico me dijo que le diera un poco, y Noelia Coogan me ha vendido una cosa para aspirarle la nariz, pero me da miedo usarla. También he comprado vaselina para la irritación, un humidificador y uno de esos Barney.
Paula pestañeó.
—Lo comprendía todo hasta que llegaste a eso de Barney.
—Es ese dinosaurio que sale en televisión. Los niños se vuelven locos por él.
—Eso lo sé —Paula meció a la pequeña—. A veces vienen niños a Hawthorne House. Pero ¿qué tiene que ver Barney con superar un resfriado?
—Cuando uno está enfermo, necesita un regalo para sentirse mejor. Todo el mundo lo sabe.
—Ah —Paula contuvo una sonrisa—. Por supuesto.
Pedro miró a Olivia. La pequeña no dejaba de lloriquear.
—¿De veras no crees que deberíamos llamar a Maria y a Sebastian? Llamaron anoche y les dije que Olivia estaba bien. Y de pronto, se ha puesto enferma. Quizá les gustaría saberlo.
—Prefiero no decírselo —dijo Paula—. Están disfrutando de un momento especial, y si el doctor Harrison ha dicho que Olivia no corre ningún peligro, me parece una lástima darles un disgusto. Quizá decidan regresar a casa. Y, sinceramente, creo que no cambiarán mucho las cosas porque ellos vengan. El resfriado tiene que seguir su curso.
—¿Y si se pone peor? El médico no descartó esa posibilidad.
—Entonces, supongo que debíamos llamarlos. Pero creo que todavía no es necesario.
Pedro metió las manos en los bolsillos y suspiró.
—Está bien. Pero me da miedo llevarla al rancho y quedarme a solas con ella. Se tarda veinte minutos hasta el pueblo y si se pone peor, yo...
—Quieres dejarla aquí conmigo, ¿no es así?
Paula estaba encantada con la idea. No le asustaba cuidar de un bebé enfermo.
—No exactamente —Pedro la miró a los ojos—. Puede que esto te haga sospechar, pero te prometo que no tengo segundas intenciones. Me da miedo estar a solas con Oli en el Rocking D, lejos del pueblo y del médico, pero no creo que pudiera soportar dejarla aquí contigo. Quiero estar con ella, en caso de que se pusiera peor.
Paula se estremeció. Pedro nunca la había mirado de esa manera, sin brillo en la mirada y de forma tan sincera. No dudaba de que estuviera preocupado por la niña, pero ¿cómo podía decirle que se quedara? ¿Y cómo iba a no hacerlo?
—No te culparía si me dijeras que no —dijo Pedro—. Pero no sé qué más puedo hacer.
—Podrías haberla llevado a casa de Donna —dijo Paula—. Después de todo, es profesora.
—Donna no conoce a Oli tanto como tú. La vio por primera vez el día de la boda. Y Maria no se lleva tan bien con Donna, si te soy sincero. Dice que es muy escandalosa y pesada. Maria preferiría que te pidiera ayuda a ti. Para ella eres como de la familia.
Paula besó a Olivia en la frente.
—Me gusta oír eso.
—No sé si me crees, pero prometo comportarme. Lo único que me importa es que Oli se ponga bien y estar cerca del médico si necesitamos algo.
Paula lo miró a los ojos. En otros momentos, él había conseguido que se le acelerara el corazón con sus miradas, pero nunca la habían afectado tanto como aquel día. El único sentimiento que transmitía era el amor por la criatura que creía era su hija. Quizá se había apresurado al calificarlo de superficial. Con la preocupación que sentía por Olivia, parecía haberse olvidado de sus deseos sexuales por completo.
—Os podéis quedar los dos. Parece la mejor manera de asegurarnos de que Olivia esté bien.
—No sé qué habría hecho si hubieras dicho que no.
—Lo hago por Oli, por Maria y por Sebastian.
—No lo dudo. Si no hubiera sido por Oli, probablemente no habría pasado por delante de tu casa hoy.
—Cierto. Quizá sea mejor que metas su bolsa y las cosas que has comprado.
—Sí —salió de la cocina y se detuvo—. Dijiste que a veces vienen niños aquí. ¿Hay una cuna?
—Sí. Pero ¿qué hay de tus tareas en el rancho? ¿Lo has dejado todo terminado para las próximas veinticuatro horas?
—Cielos. Tienes razón. Me había olvidado de los perros y de los caballos. No puedo creerlo. Te agradecería que no le dijeras a Maria y a Sebastian que me he olvidado de los animales.
—Has estado preocupado. Estoy segura de que prefieren que tu prioridad sea Olivia.
—Si te parece bien, después de meter las cosas, iré al rancho y meteré a los perros en el granero. De paso recogeré mi cepillo de dientes y mi cuchilla de afeitar y llamaré a Len, el vecino, para que vaya a dar de comer a los animales por la mañana.
—Muy bien —«un cepillo de dientes y una cuchilla de afeitar», pensó ella, y se estremeció.
—Gracias, Paula. Esto significa mucho para mí —miró a su alrededor—. Es una casa bonita.
—A mí me gusta.
—Y hay algo que huele muy bien.
—¡Ah! ¡Los pasteles de canela! —se había olvidado de ellos—. Espera un minuto.
—Por supuesto.
Sacó los pasteles del horno y se alegró al ver que estaban en su punto. Los dejó sobre la encimera y regresó a por Olivia.
—¿Esos pasteles son para algo en particular? —preguntó Pedro mientras le entregaba al bebé.
—No. Me apetecía hacerlos —colocó a Olivia sobre su hombro y le acarició la espalda.
—¿Vas a glasearlos?
—Siempre lo hago —sonrió al ver cómo miraba Pedro los pasteles—. Estoy dispuesta a compartirlos, si te apetece.
Él sonrió.
—Me encantaría. Si tengo que ser bueno, al menos me merezco un premio de consolación.
Antes de que ella pudiera pensar en una respuesta, él se había marchado hacia el coche.
Al parecer, no se había olvidado del todo de sus deseos sexuales.
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