miércoles, 21 de noviembre de 2018

CAPITULO FINAL (TERCERA HISTORIA)




Siete adultos, un niño de tres años y una niña de cinco meses esperaban en una sala a que saliera el doctor Harrison con los resultados.


—Quizá alguno de nosotros debería esperar fuera hasta que el doctor pueda recibirnos —dijo Sebastian, mirando a Augusto y a Pedro.


—No —dijo Augusto, y rodeó a Guadalupe por la cintura—. Estamos juntos en esto y nadie va a enterarse del resultado de la prueba de paternidad antes que otro.


Julian dejó de jugar con su camión un instante y preguntó:
—¿Qué es una prueba de paternidad?


—Es la prueba que te he contado antes —dijo Paula—. Para saber de una vez quién es el padre de Olivia.


—Mi padre está en la cárcel. Está mal de la cabeza —dijo Julian con toda normalidad.


Paula miró a Pedro y él le ofreció su apoyo en silencio. Habían decidido no ocultarle a Julian la verdad sobre Mario puesto que el niño no le tenía ningún apego. Pedro se había convertido en el hombre más importante de su vida.


Habían pasado dos semanas desde que Mario había entrado en el rancho. Paula estaba impaciente porque todo terminara pronto, pero la boda estaba fijada y la resolución de la custodia se sabría pocos días después. Pedro y ella lo tenían todo preparado para solicitar la adopción del pequeño.


También habían hablado con Maria y Sebastian para comprarles la casa de Maria y algo de terreno.


Sólo quedaba por resolver el misterio de Olivia Como Jesica no había regresado, los tres hombres habían decidido hacerse la prueba de paternidad. El ambiente de la sala de espera era tenso.


—Lo que intento decir es que con tanta gente hace demasiado calor para Olivia —dijo Sebastian.


—Es por cómo la sujetas —dijo Augusto—.Oli prefiere estar más suelta. Y deberías jugar con ella. Está aburrida. Será mejor que me la dejes.


—No, me toca a mí —dijo Pedro, y se acercó a Sebastian—. Soy el más alto, así que podré sujetarla donde el aire sea más fresco.


Nora Evans miró a Sebastian.


—El calor sube, así que será mejor que me la des a mí. Las abuelas sabemos mucho sobre cómo calmar a un bebé, ¿a que sí, cariño?


Sebastian se alejó un poco.


—Está muy bien donde está. Además, es mi turno. Todos la habéis tenido ya.


—Sí, pero tú la has tenido más rato —dijo Augusto—. Hay que ser justo, ¿verdad, Pedro?


Maria intervino en la discusión.


—Tengo un reloj con segundero. Si queréis cronometro cuánto tiempo tenéis cada uno al bebé, vaqueros.


—¡Yo también soy vaquero! —dijo Julian—. Tengo un sombrero y unas botas.


—Y te quedan muy bien —dijo Paula.


—Sí. Quiero montar a caballo.


—Me parece bien —dijo Olivia—. Odio tener que esperar. ¿Por qué tarda tanto el doctor con Nellie? ¿Le está poniendo una cadera nueva?


—No querrás que despache enseguida a la paciente que está dentro...


—Por una vez...


—A mí tampoco me importaría —dijo Sebastian—. Sé que Nellie está mayor, pero...


Se abrió la puerta de la consulta y Nellie Coogan salió a la sala de espera. Se detuvo un instante y miró a todos los presentes.


Paula se acercó y le dio la mano a Pedro


Había llegado el momento de la verdad.


—Hola, señora Coogan —dijo Augusto—. Espero que goce de buena salud esta mañana.


Todos le desearon lo mismo, haciendo eco de sus buenos modales.


—Gracias —Nellie continuó mirándolos con curiosidad—. Siempre me había preguntado qué querían decir con eso de los planes de salud grupal. Debe de ser esto a lo que se refieren esos señores de la televisión. Qué inteligentes —dijo, y se marchó.


Nadie se molestó en contestar y todos centraron su atención en el doctor que permanecía en la consulta. Se hizo un largo silencio.


Finalmente, Sebastian habló con voz temblorosa.


—Será mejor que nos lo diga pronto, doctor. ¿Cuál de nosotros es el padre de la criatura?


El doctor Harrison se aclaró la garganta.


—He comprobado los resultados varias veces porque quería estar seguro. Caballeros...


—Vamos, doctor —dijo Augusto—. Suéltelo de una vez.


—Sí —dijo Pedro—. Dígalo. ¿Quién es?


El doctor se colocó las gafas y dijo:
—Ninguno de ustedes.



Fin.




CAPITULO 37 (TERCERA HISTORIA)



Dos horas más tarde, la policía y el médico se marchaban de la casa. Fowler estaba detenido. 


Pedro declaró lo que había oído antes de tirar abajo la puerta de la habitación. Por suerte, había recuperado la conciencia antes de que Fowler admitiera haber matado a la familia de Paula. Ya no tendría posibilidades de obtener la custodia de Julian.


Julian había decidido que todos se merecían una estrella dorada y Paula se encargó de darle una a cada uno. Después, Julian se quedó dormido en el sofá y Olivia en el parque. Pedro estaba sentado en la alfombra con Paula entre sus piernas. Sabía que no estaba dormida.


Cada vez que recordaba que Mario había tratado de asfixiar a Paula, la rabia se apoderaba de él. Lo habría matado si ella no lo hubiera detenido.


La abrazó frente a la chimenea y recordó las palabras que había empleado para calmar su rabia. «Te quiero».


Llevaba pensando en esas palabras desde que se marchó la policía de la casa. A pesar de que después habían jugado con los niños para tranquilizarlos antes de acostarlos, Paula y él no habían hablado.


Pedro tenía que aceptar que todo había cambiado en muy poco tiempo. Había descubierto lo mucho que quería a Paula al verla llorar entre sus brazos, y se había preguntado cómo viviría sin ella si Jesica quería casarse con él. Después, había estado a punto de perderla, y se había dado cuenta de que no podría vivir sin ella.


Quería despertar a su lado cada mañana. La amaba.


Respiró hondo y la abrazó con fuerza.


—Cásate conmigo —le dijo.


Ella no contestó durante un rato. Después habló con lágrimas en los ojos.


—¿Lo dices en serio?


—Nunca he hablado más en serio en mi vida.


Ella se volvió para verle la cara.


—Creía que querías averiguar si Olivia es tu hija. Pensé que todo dependía de eso.


—Así era —le acarició el rostro. Cada vez que veía el golpe en su mejilla y el corte en el labio se revolvía por dentro—. Hasta que he estado a punto de perderte. No puedo dejarte, Paula —tuvo que contener las lágrimas—. No puedo.


—Yo tampoco quiero perderte, Pedro.


—No se me dan muy bien las palabras —dijo él, abrumado por un cúmulo de sentimientos—. Ojalá sí. Te lo mereces. Sólo sé que tengo que estar contigo, Paula. No puede ser de otra manera.


—No necesito grandes discursos —dijo ella—. Sólo dos palabras.


Él respiró hondo y dijo:
—Te quiero.


—Son las únicas palabras que necesitaremos siempre —dijo ella, y lo abrazó—. Te quiero —le susurró al oído.


—Quiero besarte, pero no quiero hacerte daño en la boca.


—Bésame —dijo ella—, y se curará antes.


Él la besó con cuidado, pero ella continuó de forma apasionada. A saber lo que habría pasado si Julian no los hubiera interrumpido.


—¡Os estáis besando!


Pedro se volvió para mirar a Julian.


—¿Te parece bien?


Julian se sentó y se frotó los ojos.


—Supongo que sí, pero entonces tendréis que casaros. Como Augusto y Guadalupe, se besaron delante de todo el mundo y ¡pum!, ahora están casados.


—Ya lo has oído —dijo Pedro mirando a Paula—. No nos queda más remedio.


—Bueno, si es así, así será.


—¿Te gustaría que Paula y yo nos casáramos? —preguntó Pedro al pequeño.


—Mucho —dijo Julian, y volvió a tumbarse.


—Me alegra oírlo —dijo Pedro entre risas.


—¿Y sabes qué? —preguntó Julian con un bostezo.


—¿Qué?


Julian se acomodó en la almohada y cerró los ojos.


—A Bob también le gusta mucho.



CAPITULO 36 (TERCERA HISTORIA)




Más tarde, notó que Pedro salía de la cama y se despertó. Al ver que se ponía los vaqueros, susurró su nombre.


Él se agachó y la besó.


—He oído algo. Seguramente sea Julian que va a orinar. Iré a asegurarme de que no lo hace en el armario. Manten la cama caliente.


«Será Julian», pensó ella, pero había algo que la hacía estar inquieta. Quizá Julian la necesitaba. 


Se sentó en la cama y se puso la blusa y la ropa interior.


Pedro salió al pasillo.


—¿Julian? —lo llamó—. ¿Qué pasa, amigo?


Paula estaba abrochándose la blusa cuando oyó que Pedro se caía con fuerza contra el suelo.


—¿Pedro? —«debe de haberse tropezado con algún juguete de Julian».


—¡Paula! ¡Paula! ¡Ayúdame!


—¡Julian! ¡Ya voy!


Salió corriendo al pasillo y vio que Pedro yacía inmóvil en el suelo.


—¡Paula! ¡Ayúdame!


—¡Cállate! ¡Soy tu padre y vas a venir conmigo!


«Mario». Paula se quedó helada.


—¡No! ¡Has pegado a Pedro! —gritó el niño—. ¡Pedro! ¡Paula!


Ella no se detuvo con Pedro. Mario tenía a Julian. Pero ¿y las perras? Olivia comenzó a llorar y Paula irrumpió en la habitación de los niños.


Dentro se enfrentó a lo peor. Mario tenía a Julian agarrado por la cintura y el pequeño no dejaba de patalear.


—¡Has pegado a Pedro! —gritaba—. ¡Le has hecho daño a Pedro!


Las perras estaban de pie mirándolos sin actuar. Paula se dio cuenta de lo que pasaba. Mario había drogado a los animales. Pedro estaba inconsciente. Sólo quedaba ella para detenerlo.


Mario tendrá que pasar por encima de su cadáver si quería llevarse al niño de aquella casa.


—Déjalo en el suelo, Mario.


—No. Voy a llevármelo de aquí —dio un paso hacia ella—. Apártate, zorra.


Paula se fijó en él para ver si iba armado. 


Parecía que no. Probablemente había decidido que el hecho de llevarse a Julian a punta de pistola no quedaría muy bien en el juicio, así que había confiado en su capacidad física.


Paula cerró la puerta con pestillo y se apoyó en ella.


—No voy a moverme. Déjalo en el suelo.


—Estás de broma. Podría aplastarte como a una mosca.


—¡No le hagas daño a Paula! —gritó Julian, y comenzó a llorar.


—¡Cállate o te daré motivos para llorar!


Paula dio un paso adelante.


—Como le pongas la mano encima, Mario, nunca conseguirás la custodia.


—Puedo ponértela a ti —dijo él—. Los jueces comprenderán que me haya vuelto loco mientras trataba de recuperar a mi hijo.


—No —flexionó las piernas y trató de recordar lo que había aprendido en clase de autodefensa. 


Nada.


Entretanto, Julian mordió la mano de Mario.


Él gritó y soltó al niño de golpe.


—¡Hijo de perra! —hizo un gesto como si fuera a pegarle una patada.


Paula se abalanzó sobre él y lo tiró en la cama. La idea de que pudiera pegar al niño hizo que afloraran sus instintos de defensa y comenzó a arañarlo y a pegarle puñetazos. Quería matarlo. 


Pero estaba perdiendo la pelea. Él la agarró por las muñecas y la tiró al suelo. Se colocó sobre ella a horcajadas y le dio una bofetada que le hizo ver las estrellas. Después colocó los pulgares sobre su tráquea.


—¡Para! ¡Para! —gritó Julian, y trató de golpear a Mario con la pirita.


Mario estaba cada vez más nervioso y apretaba el cuello de Paula con más fuerza.. Ella trató de decirle a Julian que se apartara, pero no podía respirar.


El niño consiguió golpear a su padre en la oreja y al sentir dolor, Mario soltó a Paula y se volvió hacia Julian.


—¡Te mataré! —gritó, al ver que estaba sangrando.


Desesperada, Paula le arañó la cara para que volviera a centrarse en ella. Lo consiguió.


—Después de que me ocupe de ti, zorra —dijo él.


—Si matas a alguno de los dos, nunca conseguirás el dinero.


—Cállate —la golpeó en la boca—. Y te equivocas. Tengo un plan. Voy a quemar esta casa con vosotros dentro. Una pena. No se deben dejar brasas en la chimenea. ¿Y sabes qué? Soy el único pariente de éste niño —le apretó el cuello—. No te preocupes. Conseguiré el dinero. ¿Por qué crees que planeé el accidente de barco?


Él había matado a su familia. Horrorizada, Paula trató de enfrentarse a él otra vez, pero no tenía fuerzas. El llanto de los niños se desvaneció cuando Mario continuó asfixiándola. Se oyó un fuerte ruido en la distancia, pero no fue capaz de averiguar qué era.


De pronto, alguien levantó a Mario por los aires. Paula recuperó la respiración al tiempo que oía fuertes golpes. Hizo un esfuerzo y se movió para buscar a Julian. Lo encontró dentro de la cuna con Olivia, y trataba de calmarla con un abrazo. Las perras estaban escondidas bajo la cuna.


Paula se acercó a la cuna y abrazó a Julian.


El niño temblaba aterrorizado.


—Ya está —susurró ella. No sabía si todo iba bien o no. Los dos hombres peleaban como animales a poca distancia.


—Ya está —dijo el niño con voz temblorosa—. Pedro podrá con él.


Paula recordó lo que había sentido cuando Mario amenazó a Julian, y supo que si ella no intervenía, Pedro no pararía hasta que Mario estuviera muerto.


—Quédate aquí.


—¡No te vayas!


—Ahora vuelvo. Todo irá bien —se acercó a los hombres y al ver que Pedro estaba encima de Mario y no dejaba de pegarle, exclamó—: ¡Pedro! ¡Basta! ¡Por favor, para!


No obtuvo respuesta. Él sólo deseaba que Mario desapareciera de la faz de la tierra.


Paula lo intentó de nuevo.


—¡Para! Si me quieres, ¡para!


Él levantó la cabeza y la miró como si no recordara quién era. Mario yacía inconsciente en el suelo. Sangraba, pero seguía respirando.


Pedro, te quiero —dijo ella—. No lo mates. Irás a la cárcel y no podremos estar juntos.


Despacio, la rabia desapareció de su mirada. 


Bajó la vista hacia Mario.


—No se irá a ningún sitio —dijo Paula.


—¿Julian?—murmuró Pedro.


—Está bien —se volvió hacia la cuna—. Está cuidando de Olivia.


Pedro miró hacia la cuna. Después a Olivia. 


Parecía desorientado, pero aun así le acarició una mejilla.


—Estoy bien —dijo ella. Se puso en pie y le tendió la mano—. Vamos. Saquemos a los niños y llamemos a la policía.


Él aceptó su mano y se puso en pie. Paula sacó a Olivia de la cuna y Pedro a Julian. Pero no se movió. Permaneció allí, abrazado a Julian y mirando a Paula y a Olivia.


Julian lo miró y acarició su mejilla.


—Abracémonos —murmuró.


Pedro comenzó a llorar y tomó a Paula y a Olivia entre sus brazos.




martes, 20 de noviembre de 2018

CAPITULO 35 (TERCERA HISTORIA)




Después de los temblores llegaron las lágrimas. Paula no habría sido capaz de contenerlas aunque hubiera podido.


—Te he hecho daño —dijo Pedro.


—No —contestó ella—. Abrázame. Necesito que me abraces.


Él obedeció y Paula continuó llorando entre sus brazos.


Pedro había conseguido desenmascarar el sufrimiento de varios meses, a los sentimientos que no podían expresarse en palabras.


Cuando se tranquilizó, Paula supo que no debía darle ninguna explicación. No hacía falta que hablaran. Él sabía lo que pasaba.


La quería. Paula estaba segura de ello, por la expresión de su mirada.


—Quédate ahí —dijo él—. Voy a por un pañuelo para que te suenes la nariz.


En cuanto salió de la cama, Paula comenzó a echarlo de menos. No quería que se separara de su lado. Nunca.


Cuando regresó lo miró de arriba abajo y contuvo la respiración. Tenía un cuerpo perfecto. 


Él se acercó para darle los pañuelos de papel y ella se fijó en el hematoma que tenía en el hombro.


—Estás herido.


—No siento nada —dijo él con una sonrisa.


Paula se sentó en la cama.


—Deberías ponerte hielo. O algo —se sonó la nariz.


—Es demasiado tarde para el hielo —se fijó en sus senos.


—Pues una crema —ella se percató de que su miembro reaccionaba al verla—. Tiene que haber algo que te quite el dolor.


—Lo hay —dijo él, y se metió de nuevo en la cama.


Mucho más tarde, Paula se quedó dormida en los brazos de Pedro. Cuando él le acarició un pecho y presionó el miembro contra su trasero, ella recordó lo que había sucedido en el hostal de Nuevo México. Pero esta vez ninguno se avergonzaría al despertar.